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Crónica de viaje: Vaupés - entre selva, ríos y comunidades

Llegar a Mitú no es sencillo, y quizás por eso mismo este viaje empieza antes del despegue. Nuestro vuelo de las 10:00 a. m. había sido adelantado cuatro horas el día anterior… para finalmente retrasarse otras cinco el día de la salida. Estos cambios, habituales en la aviación regional de Colombia —en este caso con Satena, la única aerolínea que conecta a la capital del Vaupés— reflejan las dificultades operativas de un país en el que, por ejemplo, la región amazónico-orinoquense representa cerca del 70 % del territorio nacional, pero es habitada por apenas el 6 % de la población. Cuando uno analiza este tipo de proporciones, puede comprender más fácilmente por qué un avión puede quedar represado por mal clima en su punto de origen y por qué la conectividad en estas zonas remotas está sujeta a la voluntad del cielo.


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Hace poco comentábamos con unos viajeros alemanes que hay algo casi entrañable en lo “old fashioned” del transporte aéreo regional colombiano: aeropuertos pequeños con bandas manuales, controles y requisas manuales a pie de counter, tickets impresos como factura, pistas sin torre de control ni estaciones completas de abastecimiento… Un sistema que evidencia carencias históricas, sí, pero que también encarna una belleza artesanal que, al menos a mí, me resulta un recordatorio entrañable de la Colombia profunda.


El vuelo dura poco más de una hora. A los diez o quince minutos ya se ha dejado atrás cualquier rastro de ciudad; luego desaparece la última vereda, y el verde se vuelve absoluto. Desde el aire, la selva se ve infinita, indómita, casi intimidante. Ríos serpentean como enormes anacondas que sostienen, culturalmente, el universo espiritual de las comunidades. Se alcanzan a ver algunas pistas de aterrizaje que conectan a pueblos donde, de no existir estas avionetas, cualquier trayecto tomaría días enteros de navegación y caminata.


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Al aterrizar en Mitú, el paisaje es el de un pequeño aeropuerto rodeado de avioneticas destinadas a conectar comunidades que dependen de ellas para casi todo. El clima amazónico —a veces calor pesado, a veces frescura húmeda— deja claro que aquí el tiempo no lo marcan ni los relojes ni las agendas, sino la selva. Al llegar a estos territorios hay que pedir permiso, escuchar y reconocer que la voluntad es de la manigua, no del visitante.


Nuestros anfitriones en esta ocasión fueron Emilse y Sebastián. Ella es una joven Cubeo, alegre, dedicada y que lidera con convicción su emprendimiento de turismo comunitario junto a él, biólogo que recorre la selva como quien juega en su patio de infancia: curioso, observador, atento al más mínimo detalle. De la mano de estos chicos (tienen 25 años)  y un animado grupo de empresarios y periodistas invitados a conocer el destino por ANATO, iniciamos una expedición de cinco días por los alrededores de Mitú, capital de un departamento joven, creado en 1991, vasto en territorio pero con apenas tres municipios y una densidad poblacional inferior a un habitante por kilómetro cuadrado. Aquí, cerca del 85 % de la población se identifica con una de las 27 comunidades indígenas que integran diversas familias lingüísticas de la región.


Nuestra primera parada fue Ceima Cachivera, uno de los corregimientos de Mitú. Y aquí vale la aclaración: términos como “municipio”, “vereda” o “corregimiento”, que tienen sentido administrativo en otras regiones del país como los Andes o el Caribe, adquieren otra dimensión en la Amazonía. Hablamos de territorios gigantescos de selva donde las fronteras políticas son conceptuales, donde el acceso puede depender de horas —o días— de navegación, y donde la estructura social responde a lógicas muy distintas a las del país urbano.


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Al llegar, nos recibió la imponente Maloca Ipanoré, hogar del saber ancestral de la comunidad. Los mayores nos dieron la bienvenida con pinturas faciales elaboradas con pigmentos naturales, que dibujaban interpretando la energía de cada visitante. También ofrecieron rapé, la medicina a base de tabaco que cada persona asume según su propia disposición. Luego vino la danza tradicional, un ritual que conecta a la comunidad con la naturaleza, con la memoria espiritual y con la sabiduría de los chamanes jaguar Yuruparí —un conjunto de conocimientos reconocido desde 2011 como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO.


Los capitanes con quienes pude conversar hablaban de la Danza del Yuruparí con una mezcla de respeto, asombro y entusiasmo. La describían como una experiencia reservada para iniciados, un privilegio vital donde los hombres pueden ver, a través del baile, la música y las flautas sagradas, la presencia del Yuruparí, el mítico mensajero del sol.


Desde allí, emprendimos una caminata hacia Cerro Flecha, una colina sagrada desde cuya cima se observa una panorámica de 360 grados: selva, ríos y el anuncio de una tormenta que avanzaba desde el oriente. Sus truenos —cada vez más cercanos— nos hicieron emprender el regreso apresurados, pero felices. Almorzamos en un restaurante campestre donde probé la deliciosa quiñapira, una sopa de pescado picante con hormigas y casabe.


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El casabe, protagonista absoluto de la gastronomía amazónica, es el pan de la selva: una torta delgada elaborada con almidón de yuca brava, una variedad que requiere un tratamiento artesanal para extraer su cianuro natural. Más tarde, en Mitú, visitaríamos el taller de casabe en el restaurante Ba’Aribo, un proyecto liderado por mujeres indígenas. Allí aprendimos el proceso completo, probamos distintas variedades y disfrutamos también del chivé de pataba, una preparación a base de fruta combinada con tapioca que resulta en una textura que cae entre bebida y postre. Como entusiasta de la gastronomía, esta experiencia fue definitvamente de mis favoritas.


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El día siguiente nos llevó a Puerto Golondrina, una comunidad sobre el río Cuduyarí. Allí recorrimos el caserío, nos adentramos un poco en la selva para recolectar la arcilla y visitamos el taller de cerámica donde trabajamos nuestras propias piezas bajo techo, pues una tormenta repentina nos cambió los planes de hacerlo al aire libre. Antes del almuerzo pudimos practicar el tiro con arco y la cerbatana. Me impresióno esta última de unos tres metros de largo (las hay más largas) usada tradicionalmente para cazar presas en las copas de los árboles, para lo que hay que tener presición y pulmón.


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En la tarde visitamos la comunidad Mituseño Urania, un caserío silencioso y pacífico a unos veinte minutos de Mitú. Desde su colorida maloca emprendimos la caminata al Cerro Kubay, desde donde se ve el río Vaupés y la selva desplegada en un horizonte majestuoso.


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Esa noche, Emi(lse) y unos amigos suyos me llevaron en moto a recorrer Mitú bajo la oscuridad. Cruzamos el pueblo de lado a lado y nos detuvimos en varios puntos entre lagos y ríos para escuchar en silencio el concierto nocturno de la selva: un momento tan sencillo como perfecto.



Al día siguiente caminaríamos hacia el Cerro Guacamayas, otro tepuy que exige unas dos horas de sendero. Sebas(tián) aprovechaba cada parada para enseñarnos con entusiasmo arañas, hormigas, hongos y plantas. También algunos tuvieron la fortuna de ver al gallito de roca. Son cinco los miradores del cerro y tan pronto llegamos al segundo, vimos pasar dos grupos de guacamayas volando sobre la montaña y perdiéndose en el horizonte. Fue uno de esos instantes mágicos que no necesitan foto porque quedan tatuados en la memoria.

 

Después de descender, nos bañamos en las aguas rojizas de Caño Sangre, un refrescante regalo tras la caminata que nos terminaría de abrir el apetito para el almuerzo. Esta vez el turno fue para la cachama moqueada, un pez ahumado que es un delicioso clásico de la gastronomía amazónica.

Regresamos a Mitú y me fui a hacer un paseo por el malecón. Es una agradable caminata por el pueblo que termina en una bonita playa sobre el río Vaupés, que es más grande o más chica según la temporada y en donde familias y amigos se refrescan todo el día hasta entrada la noche.


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El quinto y último día visitamos un proyecto de turismo comunitario en las afueras de Mitú, con una muestra artesanal elaborada por mujeres indígenas. Luego pasé por el mercado local —algo que nunca dejo de hacer— y regresé cargado de ají ahumado, mambe, almidón de yuca brava, tapioca y algunas piezas de cerámica. Pasé dos semanas haciendo casabe en casa probando diferentes combinaciones, y aunque sigo convencido de que sería un gran negocio, por ahora queda como un delicioso experimento personal.


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Siempre quise conocer el Vaupés. En mi imaginario era un rincón remoto, poco documentado, del que sabía apenas algunos relatos sueltos: los imponentes raudales del Jirijirimo, los rituales de los chamanes jaguar, la manigua en su máxima expresión. Y sí, es remoto, y también es muy auténtico. Es un territorio donde la selva y las comunidades indígenas están presentes de una manera más íntima y directa que en cualquier otra parte de la Amazonía colombiana que haya visitado. Donde los visitantes aún son pocos y los emprendimientos responsables, conscientes y llenos de energía como el de Emi y Sebas apuestan por un turismo bien manejado, hecho por y para las comunidades locales.


Fue un viaje que me conectó profundamente con la selva y con su gente. Una oportunidad para ver una Colombia que pocos conocen: diversa, vasta, espiritual, hermosa e indómita. Y una de esas versiones del país que me recuerdan, una y otra vez, que haber nacido en este país es una fortuna, así como lo es también la dicha de poder seguir descubriéndolo.


 


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