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Expedición Tuparro – Mavecure: viaje a la Colombia Indómita.

Luego de casi una hora sobrevolando los inmensos Llanos Orientales desde Bogotá, aterrizábamos en Puerto Carreño, un pequeño municipio de 20.000 habitantes ubicado en una esquina del país que colinda con Venezuela y que es capital del Vichada, el segundo departamento más grande de Colombia con una superficie de 100.000 Km.2  - igual a la de Corea del Sur.


El río Orinoco divide (o integra, según como se mire), desde allí y por unos 300 kilómetros hacia el sur la frontera con el país vecino. Los mismos 300 kilómetros que recorreríamos durante varias horas en lancha sobre esa imponente autopista acuática en nuestra travesía hacia Inírida.

No hubo mucho para hacer en Carreño más que comprar un pollo asado para almorzar, ir a la pequeña plaza central para retirar algo de dinero y luego atravesar en mototaxi un pasaje comercial hasta llegar al “muelle internacional”; un nombre que parece quedarle grande al embarcadero donde abordamos la lancha que nos llevaría a nuestra primera parada, el campamento de Tambora en los límites con el Parque Nacional El Tuparro.

Haríamos antes un par de paradas, una para descansar de ese primer trayecto de 4 horas en bote en el poblado de Casuarito, y otra para caminar un poco y comenzar a disfrutar los primeros de muchos paisajes de río y sabana que disfrutaríamos en los días siguientes. La caminata consistía también una medida de seguridad: la lancha no podría atravesar con nosotros a bordo los fieros raudales de Atures, que pudimos contemplar desde la orilla del río.

 


Aunque la caminata fue corta (1 hora más o menos) y por terreno llano, el clima ya comenzaba a hacerse sentir y a infligir en nosotros un agotamiento particular que atribuimos no solo a los 30 y pico grados de temperatura con una humedad sobre el 75%, sino también a la sobrecogedora sensación que provoca encontrarse en medio de ese monumental entorno.

 

Al caer la tarde, llegamos a Tambora, un campamento básico y a primera vista poco acogedor, en una punta que sobresale a la orilla del río donde se ubica un edificio gigante – para las proporciones de las rústicas y escasas construcciones que habíamos podido ver en el camino – en el que funcionaba una escuela primaria fundada por el sacerdote italiano Javier de Nicoló. Allí pasaríamos las primeras dos noches.



Al día siguiente, salimos en la mañana a explorar los alrededores del Parque Nacional Tuparro, uno de los más grandes de Colombia con alrededor de 550.000 hectáreas. A poco menos de una hora en lancha llegábamos al cerro de Carestía. Aquí nos esperaba un sendero que asciende por una colina rocosa hasta que, al llegar a la cima, revela un paisaje espectacular del río y la sabana. Al estar desde el lado venezolano, al frente teníamos la perspectiva del área protegida del lado colombiano, y atrás de nosotros, una vista igual de impactante del escudo guayanés que se extendía hacia el occidente.

 


Al descender, luego de una corta parada para tomar agua de panela fría y reponer energías, continuamos a los rápidos de Maipures, uno de los sitios más representativos de esta excursión y que fuera catalogado por Humboldt como la octava maravilla del mundo.

 


Las tomas fotográficas y videos de altura dejan ver la fuerza y belleza de este sistema de rápidos de aproximadamente 8 kilómetros de extensión que nosotros pudimos contemplar pasivamente al nivel del río. Nos esperaba la aventura al día siguiente cuando los atravesaríamos en la lancha de camino a Matavén.

Luego de Maipures y antes de almorzar, seguimos hacia el río Tuparro donde disfrutamos de un refrescante baño en medio de la selva. Pasamos un rato viendo un bonito espejo de agua que se rompía cuando un grupo de toninas cazaban, aprovechando las corrientes del Tuparro cuando entra al Orinoco.



En la tarde tomaríamos de nuevo la lancha para explorar el río Tomo. Caminamos nuevamente por entre la sabana y los bosques escuchando los ruidos del río y de la selva y contemplamos el atardecer sobre una roca donde varios pescadores hacían el acopio y se relajaban luego de la jornada.

 


A la madrugada del día 3, nos despertó un fuerte aguacero que duraría casi todo el día. Tuvimos que retrasar la salida poco más de una hora esperando a que las condiciones mejoraran y preparar el equipaje y las lanchas para una jornada de 6 horas de navegación, luego de las cuales llegaríamos empapados a Mataveni.

La parte más emocionante del recorrido fue el cruce durante unos 20 minutos sobre los raudales de Maipures. El hábil lanchero sorteaba con maestría las turbulentas corrientes encontrando caminos imposibles en medio del agua. Tuvimos unas vistas inigualables experimentando además de primera mano la potencia del río que mecía el bote de un lado a otro, de arriba abajo. Generalmente, este paso se hace en coche pero por la temporada del año en la que viajamos (invierno – lluvias), el caudal daba para que se pudiera hacer un paso más ágil directamente sobre el río.

A pesar de la larga jornada a bordo de la lancha, la vista no se aburre pues los paisajes son espectaculares. Aunque lo habíamos navegado ya por tres días, no nos acostumbrábamos a la grandeza del río y era un placer siempre observar los bosques, el agua y las montañas rocosas que anticipaban lo que veríamos dos días después en Mavecure. Contamos no más de cuatro o cinco botes que nos cruzamos durante todo el recorrido, además de uno que otro caserío, lo que intensificaba la sensación de sobrecogimiento y soledad en medio de la monumental naturaleza que nos rodeaba. Esto, sumado al monótono ruido del motor de la lancha durante la larga jornada de navegación, curiosamente me generó un espacio casi ideal para desconectar, reflexionar e incluso meditar.

 

Hicimos una parada para estirar las piernas en un caserío flotante donde las carencias de la comunidad eran evidentes. Aunque vivían en un entorno de increíble belleza y abundancia natural, la falta de conectividad y recursos básicos destacaba. Parecía que esta población había sido históricamente abandonada a su suerte por los gobiernos de turno, que, desde cientos de kilómetros de distancia, imponían regulaciones arbitrarias sobre un territorio que apenas conocían.


 

Sobre las 2 de la tarde, dejábamos las aguas marrones del Orinoco y girábamos hacia el occidente, navegando sobre las aguas negras del caño Matavén. Llegábamos al resguardo indígena Selva de Matavén, puntualmente al poblado Sarrapia de la comunidad Piaroa, ubicado justo en la transición del llano hacia la Amazonía. Allí nos recibían cálidamente con un reconfortante almuerzo y disfrutamos de una paz que resultó muy relajante luego de la larga jornada en lancha.

 

El resto de la tarde se invirtió en recorrer el pueblito a pie varias veces, charlar con los locales, recuperar energías y contemplar los paisajes del río en la selva. Una escuela-internado y dos canchas deportivas dominaban entre las casas de madera y los huertos de la comunidad y se vivía una atmósfera muy tranquila, parecía que la cotidianidad del pueblo estaba marcada sobre todo por el ritmo de los escolares.

 


Amanecimos el día 4 descansados y listos para la nueva jornada. Un breve recorrido final por Sarrapia para decir adiós y abordar posteriormente la lancha por unas dos horas hasta Inírida, ya en el departamento de Guainía y ya en medio de la selva, pues el llano había quedado totalmente atrás.



El aguacero no impidió disfrutar de los imponentes paisajes naturales. Ese día, tres escenarios me sorprendieron especialmente: el altar a la Virgen en una roca gigante en medio del río, la confluencia de los ríos Guaviare, Atabapo y Orinoco, y los majestuosos Cerros de Mavecure vistos desde el río Inírida.

Nos despedimos de la frontera con Venezuela y llegamos a Inírida, capital del Guainía. A primera vista, la ciudad parecía más dinámica y pujante que Puerto Carreño.



Allí descansaríamos y tomaríamos el almuerzo para luego continuar por otras dos horas sobre el río Inírida, hasta El Remanso, caserío indígena donde pasaríamos las siguientes dos noches.

Luego de la primera hora de navegación y ya con los nubarrones de lluvia disipándose y dando paso al sol del atardecer, veríamos por primera vez los Cerros de Mavecure.



La emoción fue grande cuando el cerro Mono, el Pajarito y el Mavecure comenzaron a aparecer por entre el río, después de tantas horas de travesía que parecieron muy cortas comparadas con los más de 20 años que tuve que esperar para por fin estar allí.

Llegaríamos a la comunidad Piaroa de Remanso, en la base del cerro Pajarito, el más alto de los tres con 700 metros de altura, donde nos recibieron en una posada cómoda y reconfortante. Después de instalarnos, caminamos con el cerro Pajarito siempre a la izquierda, buscando la Flor de Inírida, una especie endémica. Seguimos un sendero a través del bosque, cruzando caños de intenso color rojo, y observamos los nidos de oropéndolas, que cantaban alborotadas antes de la puesta del sol.


 

El pueblito de Remanso, con menos de una treintena de casitas, se veía organizado y eficiente. Cuenta con una planta potabilizadora de agua que funciona con energía solar, otra de electricidad también generada a partir del sol y una antena de telefonía móvil, una cancha múltiple y un lote donde se proyecta la creación de una gran escuela.  

Iríamos a dormir temprano, pues al día siguiente comenzaríamos la jornada al amanecer con el objetivo de ver la salida del sol desde el Cerro Mavecure, el único de los tres que es caminable hasta su cima.

 

Con la ayuda de unas cuerdas para evitar resbalar sobre la roca mojada, y de una buena taza de café caliente que tomamos antes de salir, comenzamos sobre las 5:00 am. el ascenso del cerro de poco menos de dos kilómetros de caminata.

 

 


El cielo estuvo nublado toda la mañana, impidiéndonos ver la salida del sol. Sin embargo, esto no nos decepcionó, ya que tuvimos la fortuna de ver cómo las nubes bajas pasaban entre nosotros, a veces incluso por debajo de nuestros pies, cubriendo por completo la vista del río y de los otros dos cerros. En esos momentos, la sensación era la de estar flotando en medio de las nubes.



Pasamos un par de horas en la cima del cerro, tomando fotos y contemplando los paisajes una y otra vez, como si quisiéramos grabar cada vista en nuestra memoria para que nunca se desvaneciera.


Al bajar, regresamos a la posada a desayunar y a ponernos el traje de baño para salir a explorar el caño de San Joaquín donde pudimos hacer una corta caminata y tomar un refrescante baño con el Cerro Mono de fondo. Caminamos por la comunidad vecina de Venado y luego regresamos a descansar y a preparar la maleta para salir al día siguiente a Inírida.

En época de verano, es usual bañarse en las playas que el cauce del río seco forma bajo los cerros, pero en esta oportunidad estaba todo cubierto de agua y aprovechamos entonces para navegar y ver de nuevo otro grupo de toninas cazando en el raudal de Mavicure. 



Nos despedíamos a la mañana siguiente de los Cerros de Mavecure y abordábamos la lancha por otras dos horas de regreso a Inírida, ya con la sensación de despedida y de estar convirtiendo las experiencias en recuerdos.

En Inírida, tuvimos tiempo de explorar un poco antes de la salida del vuelo a Bogotá. Primero pasamos por el Caño Vitina, cuyas aguas de color rojo intenso bajo el clima húmedo y abrasador, se antojaban perfectas para refrescarse, tal como hacía un grupo de niños que se zambullía alegremente desde un puente una y otra vez.


 

Vimos también un conjunto de pinturas rupestres, el río Inírida inundando áreas que seis meses después darían paso a playas y caminos, y también un poco del municipio pasando por el colorido mercado local, la bulliciosa calle central, y finalizando en el aeropuerto donde esperaríamos ya por el vuelo.

 


Así concluía un viaje que, en lo personal, había esperado con ansias durante muchos años y que, al realizarse, superó mis expectativas. No encuentro palabras suficientes para describir la sensación de armonía, asombro y conexión con la naturaleza que experimenté aquí. Mi compañero de viaje, un cliente vasco que se convirtió en amigo tras esos seis días, también se fue contento. Ambos nos llevamos recuerdos de un lugar que parecía pertenecer a otro mundo: un mundo lleno de agua, de verde y de vida.

Además de los paisajes monumentales, nos quedó la reflexión sobre la contradicción de ver tanta abundancia natural junto a la necesidad que enfrentan las comunidades indígenas y de colonos. Estas comunidades siguen buscando espacio, respeto y reconocimiento en esta otra Colombia, indómita y hermosa, pero siempre al margen y olvidada por la mirada centralista y falta de empatía de los gobiernos de turno. Lejos del turismo masivo, esta región ofrece un entorno perfecto para viajeros que buscan belleza natural, desconexión, un poco de aventura, pero sobre todo, autenticidad.

Definitivamente, uno de los mejores viajes de mi vida.


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